Relatos y Añoranzas.
“UNA CLASE DE MATEMÁTICAS”
Con pasos apresurados, una bata blanca avanza por el pasillo hacia el aula 108. El profesor que va dentro lleva en su mano izquierda un par de libros, un archivador de anillas con notas y apuntes y una carpeta con exámenes recogidos hace dos minutos de la clase anterior. Tizas en el bolsillo derecho de la bata (por si no hay en el aula), un dado en el bolsillo izquierdo (para sacar a la pizarra a sorteo) y bolígrafos de varios colores en el bolsillo superior, junto a la calculadora Casio.
Como empujados por alguna misteriosa presión, o quizá repelidos por la negra pizarra, algunos alumnos han salido del aula y se encuentran al lado de la puerta. Por parejas o en grupos de tres, conversan animados. “Siempre tienen algo que comentar entre ellos”, piensa el profesor.
¡Déjanos respirar un poco, que acabamos de hacer un examen con la de Inglés! - suplica uno de Ablitas.¡No os quejéis!. Ya lleváis dos minutos fuera y mientras borro la pizarra, paso lista y saco a alguien para que haga los problemas, pasarán otros tres. ¡Eso ya es un minirecreo!. - responde el de la bata blanca.¿Puedo ir al baño? - pregunta una chica de Arguedas.
Imposible saber si le es realmente necesario o si lo que quiere es pasear un poco. La Ciencia tiene sus limitaciones.
Vale, pero no tardes - responde el profesor, dudando de si hace bien o mal.
Obligados por las extrañas normas de los adultos, los adolescentes entran resignados en el aula. Se cierra la puerta. Borra el profe la pizarra mientras algunos siguen hablando. Cuenta luego los alumnos.
Sale Crespo a la pizarra. Explica paso a paso los seis límites que iban para casa. Mientras tanto, el tercero de la fila de las ventanas mira a través del cristal al gorrión que pía nervioso sobre una pequeña rama de uno de los chopos que nos dan sombra. ¿Tendrá ya los problemas bien?. ¿Se aburre?. ¿Entenderá lo que le dice el pajarico?. ¿En qué estará pensando?. Déjalo. Pobres de los alumnos si algún día, por el imparable desarrollo de la Electrónica, los profesores llegan a disponer de algún aparato que permita leer los pensamientos y proyectarlos sobre la pared en Tecnicolor. Aunque seguramente, las clases serían más divertidas.
Pili y Marcos se pasan una nota en un trozo de papel cuadriculado. El profe hace como que no lo ve. Están muchas veces juntos en el recreo. Parece que se llevan bien, que su relación promete. Marcos prefiere mirar a los ojos a su compañera que seguir las transformaciones algebraicas de una expresión con muchas equis, con senos y cosenos que al final acaba en un intrigante infinito partido por cinco, que vete a saber por qué, acaba siendo infinito. Ellos obedecen los latidos de su corazón. Bulle la vida en sus venas. Se electriza su pecho cuando se miran. Se rebelan contra el horario de ese jueves y con su imaginación atraviesan las cuatro paredes entre las que dejan sólo sus cuerpos. En realidad ya no están aquí. Vuelan juntos sobre montañas blancas y verdes prados. Brilla el sol y revolotean las mariposas alrededor de flores rojas y amarillas. Son felices. El profesor se hace el sueco. A fin de cuentas, para ser felices hemos debido nacer, y ellos lo han conseguido. Hay que dejarlos volar. No los distraigáis.
Una mano sobresale sobre el plano de las cabezas. Da permiso el profesor y pregunta el alumno:
Pero... ¿para qué sirve esto?.
Es otro alumno más que no percibe la belleza del juego de los infinitos y los ceros, que posiblemente intenta memorizarlo todo sin entender, pues entender le parece imposible. Por lo menos, la mitad de la clase parece preguntar lo mismo con su mirada inquisitiva. Rebelión a bordo. Responde el profesor:
No tendríamos ni la Física, ni la Química ni la Tecnología de la que disponemos en este momento si no fuera por los límites y sus hijas, las derivadas. Las Matemáticas son, para el resto de la Ciencia y para la Técnica, como los cimientos de una casa, que no se ven, pero que son imprescindibles. Por ejemplo, sería imposible estudiar Ingeniería Técnica sin dominar esto.
Algunos escuchan incrédulos. ¿Mentirá el profesor?. En el taller ven que lo que hacen se traduce en algo práctico que funciona y que sirve para algo. No ven que las Matemáticas fabriquen directamente una pieza o muevan un motor, y siguen pensando que son un instrumento diabólico pensado para torturar a los alumnos y para suspenderlos.
Nuevos ejemplos aparecen en la pizarra. Como si fuera un mago que sin parar saca conejos blancos de la chistera, así el profe no para de escribir nuevos límites, esta vez con fracciones, logaritmos neperianos y paréntesis con polinomios al cuadrado. Los alumnos copian sobre el papel cuadriculado. Hay alguno que mira el reloj e intenta hipnotizarlo para que vaya más rápido. Pero el reloj no obedece. Más bien parece que va cada vez más lento. ¿Llegará a pararse?.
De repente, gruesas gotas golpean en los cristales y juegan a tocar el tambor con las hojas de los chopos. Todos miran hacia las ventanas. Algunos incluso se levantan impulsivamente para ver el césped que brilla abajo con un verde más intenso, para ver cómo las gotas se rompen en pedazos que de forma impredecible saltan y mojan la pared y los troncos de los árboles. ¿Recordará algún alumno que cada gota al salpicar describe una parábola?. Quizá.
¡Sentaros! - grita el profesor a los atrevidos que se habían levantado - ¡Cualquiera diría que nunca habéis visto llover!. ¡Parece que os sorprende que las gotas caigan de arriba a abajo!.
Ríe la clase y vuelven otra vez a emerger los límites sobre la pequeña laguna negra de la pizarra. Se dejan luego unos minutos para que los alumnos vayan resolviendo los nuevos ejercicios que habrá que traer el próximo día. Cuando faltan unos segundos, el cuarto de la fila tercera va diciendo en voz baja, como si se lo dictase su reloj digital:
¡Tres!... ¡dos!...¡uno!...¡cero!. Suena el timbre. Impotente y vencido por fin, el profesor cierra sus apuntes. Los alumnos, eufóricos, salen apresuradamente, casi todos armados con un objeto metálico y brillante que esconde un bocadillo que a veces mide un palmo o más. Es el recreo de las diez menos diez.
Pasan las semanas, los meses y los años y la casualidad te trae de vez en cuando a alguno de estos alumnos. Vienen andando frente a ti, por tu misma acera. Te saludan sonriendo. Sonríes tú también. Están en la SKF, o en la Dynamit Nobel. Alguno ha terminado Ingeniería Técnica, aunque tuvo que hincar mucho los codos en Matemáticas, Física y Química.
Se ha hecho lo que se ha podido y parece que ha servido para algo. Convivimos unas decenas de horas entre cuatro paredes, con extraños e incomprensibles seres de color blanco que aparecían sobre el fondo negro, casi siempre con muchas equis y alguna “y”. Ellos aprendieron de mí, quizá algo más que Matemáticas, y aunque no lo saben, yo también aprendí de ellos. Al final, somos muchos los que nos hicimos amigos en esta escuela llamada ETI y que andamos repartidos por nuestra querida Ribera. Nos encontramos y nos reconocemos como de una misma familia, compañeros y cómplices para siempre.
Tudela, abril de 2003
Javier Marín Orta
MI PRIMER DÍA EN LA ETI
Era octubre de 1980. Acababan de aparecer los resultados de las oposiciones para profesorado de Lengua y Sociales y yo no había sacado plaza. Me fastidió bastante pero se me olvidó pronto.
Al martes siguiente iba a montar en la Tafallesa hacia mi pueblo, Pueyo, desde Pamplona, a la una menos cuarto de la tarde. En ese momento vi a un tío mío que venía en mi busca dándome prisa:
- Corre, que tienes que ir a la Diputación. Que han llamado por teléfono a tus padres para que te presentes allí esta misma mañana".
- Pero ya estará cerrado, ¿no?
- No, no, que tienes que ir ahora mismo, que es para un trabajo.
Y fui corriendo.
Me recibió el señor Chueca, el jefe de Formación Profesional.
- ¿Quieres ir a Tudela? –me preguntó.
Me quedé mudo unos momentos.
- Yo... sólo conozco la Escuela Profesional de Tafalla... Sí, claro que quiero ir –respondí.
- Bien, pues cógete una muda y vete para allá, que mañana mismo empiezas.
- ¿Mañana? ¿Y qué clases tengo que dar?
- No te preocupes, que allí mismo te lo dirán todo.
- Pero necesitaría saber más cosas... No conozco Tudela ni sé dónde está la Escuela...
- Tranquilo, que tú te presentas allí y te estarán esperando para informarte de todo lo que haga falta.
Salí del despacho andando sin pisar. Era un puro nervio haciéndome cien preguntas a la vez. Ni se me ocurrió llamar por teléfono por la tarde para conseguir más información. A la mañana siguiente, metí la muda en el bolso y llegué a Tudela cerca de las once.
Yo conocía la ETI sólo de oídas, pero muy poco. Solamente relacionada con algún resultado deportivo que leía en la prensa.
El señor Porfirio, el portero, no era muy efusivo como para dar bienvenidas y se conformó con telefonear a alguien, que bajó a recibirme. Era Luis Campoy. Me quedé muy extrañado porque lo había conocido como miembro del tribunal de oposiciones y de él me habían dicho que era cura de la Escuela de Lumbier. Yo no me atreví a decírselo ya en el primer día por si no le sentaba bien, nunca se sabe.
[Abro un paréntesis. Años más tarde, ya en los noventa, una tarde, en la cafetería, Conchita Iturre no pudo más y me lo dijo: "Oye, ¿sabes que estaba convencida de que tú eras el cura de la ETI? Pero ¡convencida del todo!" Y seguía insistiendo. "¡Cuando me dijeron que el cura era Alberto Áriz no me lo podía creer!" A su lado, Pepe Alfaro intentaba meterse debajo de las baldosas. Como no era la primera vez que me confundían con un cura, no me lo tomé muy a mal e, incluso, se lo perdoné]
Bueno, pues el caso era que Luis Campoy me recibió efusivo, me enseñó lo principal del edificio de la plaza de San Juan y me dejó en manos del Jefe de Estudios, el jesuita padre Gárate, que impresionaba de verdad la primera vez. A mí me pareció un personaje de la literatura.
Me informó de que sería profesor de Lengua y Formación Humanística en 1º y 2º de FP-1. Además, tutor de 1º Electricidad. Yo trataba de asimilar todo aquel montón de informaciones. Me facilitó alguno de los libros de texto, como para apañármelas de urgencia y, de pronto, se miró al reloj y añadió:
- Bien, bien, van a dar las doce y cinco y ahora comienza la última clase de la mañana. Te toca con..., vamos a ver, con 2º A, mecánicos, en el aula 11, segundo piso a la izquierda. Voy a acompañarte hasta allí y te presentaré.
- Pero si no me he preparado nada para dar clase porque...
- No te preocupes, lo comprendo, pero tú ya sabrás apañarte y es que si se quedan sin clase un día más...
No era la primera vez. En mi anterior colegio, de niños sordos, la monja me presentó más o menos del mismo modo. Al menos, éstos oían. Después de la presentación, me agarré al libro de texto y, en el resto de la clase, hablé de Historia. Ya tendríamos tiempo de conocernos más a fondo.
Años después, alguno de ellos me contó que ese primer día se quedaron un tanto temerosos de lo duro que podía ser en clase y en los exámenes. Yo, naturalmente, no me lo creí.
Poco a poco fui conociendo a mis compañeros. Me sorprendió que todos, sin excepción, fueron muy amables desde la bienvenida. Eso me hizo encontrarme muy cómodo desde el primer momento. Lo mismo le ocurrió a María Blanco, de Inglés, la otra profesora nueva del curso. En todo el Centro éramos 36 profesores. En mi Departamento estaban Natuca, Mª Jesús Rodríguez, Alfonso Verdoy y Mª Ángeles Lacalle, que me pusieron en seguida al tanto de lo que necesitaba saber.
En el grupo de Tutoría, entre los 38 alumnos de Electricidad se encontraban Juan Pablo Lázaro y José Manuel Lamana, que hoy son compañeros.
El resto de la semana no recuerdo muy bien cómo transcurrió, pero sí el fin de semana. Lo pasé en Pueyo y quise apurar el domingo con mis amigos en Tafalla, como siempre. Para la vuelta cogí el Express de las dos de la mañana junto con un amigo de Zaragoza. Le pedí que me despertara si me dormía, pero él también se durmió. Poco después de despertarme sobresaltado vi el letrero luminoso: Gallur. Mi amigo se reía de mí a carcajadas. Yo no podía reaccionar. Pensé en bajarme en Casetas y coger el primer tren de vuelta, pero me ofreció su casa de Zaragoza y fuimos hasta allí. Finalmente me recomendó esperar en la propia estación las dos horas que faltaban para el Express de Alicante.
Eran las fiestas del Pilar y la estación se encontraba llena de la gente más variada y extraña que se puede juntar en una estación de ferrocarril. Entre reclutas, mendigos y gentes rarísimas encontré un asiento para dormitar sobresaltado por no perder el último tren. Efectivamente, no lo perdí ni me dormí a destiempo. Llegué prontísimo a casa y, para reanimarme, desayuné café y almorcé dos huevos fritos a las ocho de la mañana. Pasé el resto del día lleno de miedo por si se me notaba demasiado que estaba sin dormir ya desde mi primera semana. Pero no hubo problemas.
Y así, hasta hoy. Bueno, no exactamente: en aquella primera semana yo tenía pelo por todo el cráneo, y además negro, y barba, bien largos ambos, y llevaba los libros en una bolsa de lona colgada al hombro. Con estas pintas, empezaron llamándome "El Pasota", pero no triunfó porque Lastiri, en sus innumerables deformaciones, pudo con cualquier apodo. Que yo sepa. De todos modos, me gustaría no haber perdido lo bueno de mis 25 años.
FIN
José Mª Gil Lastiri